Como sociedad, siempre hemos convivido con eventos extremos -tanto naturales como los generados por el hombre- que, una y otra vez, nos han “sorprendido” y echado en cara lo vulnerables que somos. A modo de breve repaso está el Fenómeno El Niño, evento climático recurrente que en el 2017 vino en su versión más local (denominado “El Niño Costero”), después de un largo periodo de aparente tranquilidad (precedieron el de 1997-98, 1982-83 y así regresivamente). En el 2007, el terremoto de Pisco nos hizo fugazmente conscientes de que somos un país sísmico, ni qué decir de los huaicos, heladas y derrames de petróleo nuestros de cada año. Por su parte, enfermedades prevenibles y hasta fácilmente curables se vienen cobrando la vida de miles de compatriotas (por ejemplo, durante la última década, entre tres y cuatro peruanos mueren diariamente a causa de diarreas, con uno o dos niños menores de cinco años por día).
Somos conscientes de que estos eventos se darán sí o sí. Sin embargo, una vez sucedidos, siempre nos ha ganado la amnesia y rápidamente hemos reacomodado nuestras prioridades, al son que fuimos distrayéndonos con los ruidos coyunturales. Podemos escribir varias páginas al respecto, que finalmente no tendrían mayor utilidad que generar unos cuantos ¡qué barbaridad! y ¡cuándo aprenderemos! de parte de los muy pocos que se tomarían la molestia en leerlas.
La pandemia del Covid-19 constituye un punto de quiebre como humanidad y nos confronta a un escenario totalmente diferente y que no lo habíamos previsto, pero del que sí se nos venía advirtiendo en reiteradas ocasiones. No es un evento como los que estábamos acostumbrados, ya que no está localizado geográficamente, ni afecta únicamente a las poblaciones vulnerables de siempre: los invisibles. Todo lo contrario, su manifestación es global, sincronizado y todos, absolutamente todos, podemos ser un número más en la estadística. Ahora, nuestra supervivencia depende también de aquellos con quienes históricamente hemos sido indiferentes.
Más que redundar en nuestros defectos, quisiera rescatar algunas enseñanzas que nos está dando este suceso único, que son, en mi modesta opinión, relevantes a la hora de pensar en cómo fortalecer nuestro sistema de salud pública, a la vez que reactivamos la economía, una vez hayamos controlado el “incendio”:
1. El Estado, representado por el Presidente como su máxima autoridad, ha mostrado una clara voluntad política para afrontar la situación. Un liderazgo marcado y firme a dicho nivel hace que las demás instancias y actores estén alineados y, por lo tanto, las decisiones se traduzcan en acciones en el menor tiempo posible. Es importante remarcar que liderazgo se diferencia del autoritarismo en que hay un trabajo en equipo, cada uno asumiendo su responsabilidad y aprendiendo de los errores y aciertos, con una comunicación permanente hacia la población, a la cual se la hace partícipe.
2. Las decisiones se están tomando sobre la base de las evidencias, es decir, datos. Pocas veces, sino nunca, se ha visto a un gobierno asesorado por un panel de científicos y expertos destacados. También, los medios consultan a los investigadores, quienes nos brindan sus análisis desde varios ángulos, ayudándonos a comprender mejor esta situación tan compleja. Nuestros “opinólogos” habituales, maestros en discusiones irrelevantes e inútiles, llenos de subjetividades y adjetivos, felizmente han sido silenciados, aunque sea de forma temporal.
3. Los verdaderos protagonistas, que son los solucionadores de los problemas del día a día, disponen de los medios, aunque sea escasos, y la autoridad necesaria para ejercer sus tareas, y cuentan con el reconocimiento y respaldo de la población en general. Estamos hablando de aquellos conciudadanos que trabajan en la cancha, muchas veces exponiendo su propia vida: personal de salud, personal de limpieza pública, policía y fuerzas armadas, el Serenazgo, agricultores y pequeños productores, bodegueros, etc. Los ternos han sido desplazados por overoles, uniformes, mandiles y escobas.
Reza el dicho que toda crisis es oportunidad y el Perú, país donde casi nada es imposible, se encuentra en una coyuntura única para dar el golpe de timón que nos enrumbe por la senda del desarrollo sostenible. Para ello, debemos reacomodar nuestras prioridades, priorizando lo que realmente es prioritario: cerrar las brechas en agua y saneamiento.
No podemos construir un sistema de salud pública robusto si más de 3 millones de compatriotas siguen sin contar con agua potable y más de 8 millones carecen de servicios de desagüe, con situaciones aún más extremas en el ámbito rural (según el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, menos del 3% de la población rural cuenta con agua segura!). De otro lado, invertir en agua y saneamiento es también mejorar la educación y dinamizar la economía. De acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), por cada dólar invertido se generan ocho dólares en beneficios económicos y colaterales (reducción de enfermedades, optimización de tiempos, mejora de rendimiento escolar, etc.). Una particularidad que tiene el sector agua y saneamiento es que demanda por un ecosistema de innovación y conocimiento, que es, a su vez, clave para lograr un crecimiento económico sostenible dentro de un mercado globalizado y altamente competitivo.
Tenemos a los expertos que pueden guiar las decisiones y nos señalan el rumbo a seguir. Contamos con los protagonistas que vienen haciendo un esfuerzo enorme y pocas veces valorado, como lo son, por ejemplo, las empresas de agua y saneamiento y la Autoridad Nacional del Agua. A ellos se han sumado muchos aliados (o están dispuestos a sumarse): las empresas privadas, la cooperación internacional y la academia. Para construir un futuro más seguro para nuestras hijas e hijos, es clave que el liderazgo y voluntad política mostrado por el Gobierno para afrontar el Covid-19 continúe con la misma o mayor intensidad en el cierre de brechas.